Materiales de Construcción Basados en Micelio
En el territorio donde los ladrillos suelen ser pesos muertos, un material que parece sacado de un sueño microscópico ha comenzado a debatirse entre arquitectos y biólogos: el micelio, esa red invisiblemente tatuada en la tierra que, en lugar de cimentar, construye con hilos de vida. No es un ladrillo, ni una pasta de cemento, sino la melodía silente de un reino invisible, que ofrece una coreografía en la que el edificio se convierte en un organismo y el constructo en una piel que crece orgánicamente. La idea de sustituir el concreto por filamentos microscópicos recuerda a un pez que nada en un mar de microbios y, sin embargo, emerge como una opción sólida y versátil, como si la naturaleza misma, en su afán de reinventarse, hubiera decidido convertir sus residuos en materiales de lujo arquitectónicos.
Casos prácticos que desafían la percepción convencional se han alojado en laboratorios y fábricas, donde el micelio se ha presentado como un polifacético escultor en miniatura. Una startup en los Alpes suizos experimentó con piezas de muros aislantes fabricadas mediante la fermentación controlada de hongos que, en su estado de crecimiento, actúan como bloqueos térmicos y acústicos, sin necesidad de procesos químicos agresivos. La apariencia, una superficie irregular y terrosa, podría recordar a un árbol fósil que se deshace lentamente en el tiempo, pero con propiedades eléctricas y mecánicas que rivalizan la robustez de ciertos plásticos. Su potencial para reducir la huella de carbono y reciclar residuos vegetales ha calado profundamente en arquitectos que buscan construir sin dejar huellas en la misma tierra que pisan.
¿Alguna vez un edificio ha sido tan vivo como para alimentarse a sí mismo? Con el uso del micelio, algunos experimentos hablan de casas que crecen y se adaptan, como si fueran organismos de un universo paralelo donde la arquitectura se fusiona con la biología. En un proyecto llevado a cabo en una comunidad agrícola de California, se cultivaron estructuras de micelio que funcionaban como paredes y techos, alimentándose y autocurándose en caso de grietas, todo ello en una red de cultivo que recuerda a un gigante capullo de seda molecular. La idea de hogares que no solo albergan a humanos, sino que también se mantienen en constante renovación orgánica, pone en jaque la idea de tradición constructiva y reseña un capítulo en el que la biología se convierte en el mejor aliado del arte arquitectónico.
Pero existen tensiones paralelas, como la historia del “Casa Micelio”, un proyecto en Berlín que, tras un proceso de crecimiento, soportó un terremoto menor y se autofusionó, guiado por un sistema de raíces que, en su lógica, priorizó la cohesión del conjunto. La cuestión no es solo en qué medida el micelio puede reemplazar los materiales tradicionales, sino cómo puede crear un puente entre la construcción y la autoconservación biológica. La pandemia de los materiales tradicionales ha dejado la huella de un vacío que el micelio ha sabido ocupar con un toque de ancestría y fábula, demostrando que en el corazón de una estructura también reside la capacidad de adaptación y reproducción propia, no solo la de contener objetos, sino la de ser, en sí misma, un ser vivo con instintos y respuestas.
La ciencia ficción de los años 50 y 60 imaginaba construcciones suspendidas en la nada, hechas con órganos vivos en lugar de piezas aplacadas. La realidad actual, con sus avances en micología aplicada a la construcción, no sólo cumple esas visiones, sino que las trasciende en un escenario donde el material no es un frágil adorno, sino un ecosistema en miniatura. La relación entre el micelio y el ser humano es casi un ballet de iguales, donde el organismo crece, se autorregula, e incluso, en algunos casos, se puede “curar” en vez de reemplazar. La evolución de estos materiales sugiere un futuro donde las estructuras sean tan dinámicas y vivas como las plantas, con raíces que anclan en la tierra y ramas que crecen hacia el cielo, con un compromiso que no solo abarca la funcionalidad, sino también la coexistencia con la vida misma.
Al fin y al cabo, habitar una construcción de micelio equivale a dejarse envolver por una piel que respira, que crece y que se adapta a la narrativa cambiante del entorno. La creatividad de integrarlo en nuestra matriz constructiva es como intentar domesticar un bosque de hongos gigantes, cada uno con la potencialidad de convertirse en una catedral orgánica. Esa posibilidad nos invita a repensar los límites bidimensionales del edificio tradicional e introducir en la ecuación un elemento que, en lugar de partir de una idea rígida de durabilidad, habla la lengua susurrada de la biodegradabilidad, la autosuficiencia y, quizás, la primera materia de un nuevo ciclo en la historia de la construcción.