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Materiales de Construcción Basados en Micelio

El micelio, esa maraña laberíntica de hilos que puede parecer más de un posible mapa de metro subterráneo que un material de construcción, ha comenzado a encender alertas en las mentes de los arquitectos que desean desafiar la gravedad y la naturaleza con un toque de biología especiada. En su estado más primitivo, el micelio es una red de filamentos, una telaraña vegetal que desciende hacia lo más profundo de la tierra, prometiendo una revolución que confronta la durabilidad de los convencionales bloques de cemento y la circunferencia de la madera a la que estos materiales están acostumbrados.

Las propiedades del micelio como material de construcción pueden compararse con un capitán pirata que navega en mares desconocidos, tanto por su flexibilidad como por su voracidad de adaptarse a las condiciones, en una combinación que sería más apropiada en un universo alternativo donde las paredes crecen con vida propia, que en los planos tradicionales de ingeniería. A diferencia de los ladrillos en línea recta que no temen a los terremotos pero que, en cambio, temen a los tiempos, el micelio puede absorber impactos sísmicos con una elasticidad que recuerda a un pulpo dorado haciendo malabares con su propio cuerpo, creando estructuras que parecen más organismos que construcciones secas.

Un caso extremadamente ilustrativo ocurrió en una pequeña comunidad en Japón, donde un edificio de viviendas que utilizaba paneles de micelio fue sometido a varias pruebas sísmicas. Los resultados parecían sacados de un cuento de hadas: mientras las estructuras tradicionales se resquebrajaban en pedazos, los paneles de micelio se deformaban, se estiraban y, eventualmente, volvían a su estado original, como si tuvieran una memoria propia, una voluntad de seguir siendo núcleo de vida en medio de caos. La capacidad de regeneración del micelio rompe con la percepción clásica de que el edificio es solo un producto inerte, convirtiéndose en un ente que puede ‘curarse’ a sí mismo, una especie de Hulk miniatura que, en lugar de enojarse, se recupera.

¿Cómo se logra esto en la práctica sin que el receptor final sienta que está viviendo en una película de ciencia ficción? La respuesta está en la biotecnología, donde los ingenieros han desarrollado recetas específicas de fungicidas que inducen al micelio a crecer en formas arquitectónicas, en un proceso que, en su núcleo, es comparable a enseñar a un niño a construir con bloques de Lego, pero con una variedad mucho más biológica y menos predecible. La flexibilidad y ligereza del material parecen casi imposibles si solo se piensa en términos tradicionales, pero se vuelven una bendición en zonas propensas a huracanes, inundaciones o en estructuras temporales en escenarios de desastre humanitario.

Por ejemplo, en una de las iniciativas pioneras, se utilizó micelio para construir refugios temporales en zonas afectadas por terremotos en Indonesia. La ventaja no era solo la rapidez con la que se podía cultivar, sino también la capacidad de estos refugios para ser desintegrados o reutilizados, prácticamente una máquina de crear y destruir con una gracia sorprendente, como si el edificio fuera un organismo con un ciclo de vida propio y un ciclo de muerte y resurgimiento que desafía la percepción del material inerte y estanco. En medio, esa tendencia empieza a dejar huellas en la mentalidad de los expertos, que comienzan a pensar en términos de ecosistemas en construcción, donde cada estructura respira, se adapta y, eventualmente, se descompone, devolviendo a la tierra lo que le fue tomado en el proceso.

El concepto de materiales vivos también plantea interrogantes éticos y de durabilidad, porque si el micelio puede ser más que una materialidad, puede ser un socio, un co-creador de nuestro entorno, ¿qué pasa si se vuelve más inteligente de lo que pensamos? La línea entre biología y arquitectura se diluye, y las paredes que prosperan en simbiosis con sus habitantes empiezan a parecer menos construcciones y más ecosistemas que se adaptan a sus humor. En ese escenario, aún por explorar, la meta sería una convivencia no parasitaria, sino colaborativa, donde las construcciones microbiológicas no solo soportan el tiempo, sino que lo viven como un hecho natural, como una marea que llega y se va, dejando en su estela un legado de vida en cada piedra, en cada fibra de hongo.