Materiales de Construcción Basados en Micelio
En un rincón olvidado del universo material, donde la civilización tiembla ante la inmediatez de sus propias sombras, los micelios se despliegan como arquitectos invisibles y generosos, tejiendo en la penumbra un laberinto de microcosmos sustentables. Son los tentáculos disimulados de la biología, que en lugar de comerse la Tierra, parecen susurrarle secretos de resistencia y transformación a través de fibras que solo ellos entienden, pero que el ingenio humano intenta domesticar con fines constructivos. Gracias a su estructura única, los micelios desafían la frontera entre la materia y la vida, transformándose en un material que no crea muros, sino capas vivas, fermentadas con la esperanza de un mundo más plural y menos hambriento de recursos.
La comparación con las antiguas montañas de vidrio y acero resulta tan banal como comparar un río con su reflejo: mientras el concreto y la cerámica se rompen y dejan cicatrices en la roca de la antigüedad, los materiales miceliales emergen como un reflejo en movimiento, una sombra que respira, que crece y que se adapta a los caprichos del entorno. No son simplemente “materiales” en la línea de la producción tradicional; más bien, son cuerpos vivos que pueden, en cierto modo, repararse a sí mismos, como una piel que nunca deja de curarse. La durabilidad no es solo resistencia; es una conversación entre biología y ingeniería cuántica, donde las fibras se entrelazan y fortalecen con cada ciclo, como una leyenda que se cuenta a sí misma a través de micelas.
¿Qué ocurriría si los castillos de ayer se construyeran con estos tejidos vivos? En Garliaville, un pequeño pueblo en el Norte de Italia, los arquitectos experimentaron con un puente de micelio y madera, que en su primera semana soportaba la carga de un camión triciclo de helados en un día caluroso. Los microprocesos de la estructura, que se alimentan de residuos agrícolas, no solo crecen en la forma deseada, sino que se autoreplenazan y recubren en una especie de carnaval vegetal. La superficie, que recuerda a una tela de araña comestible, se muestra más resistente que muchas aleaciones tradicionales, y para fines de década, ni la corrosión, ni el envejecimiento, ni el tiempo la desgastaron. Transformaron la dura idea de constructo en una fiesta de micelios, un sutil recordatorio de cómo las fuerzas de la naturaleza pueden ser mucho más duraderas —y modestas— que la arrogancia del cemento.
Un caso aún más inquietante quizá sea el de la "Casa Fermata", en Tokio, bajo la sombra de rascacielos que parecen desafiar la gravedad. Allí, una estructura de micelio, alimentada con desechos urbanos y diseñada por un grupo de bioarquitectos, se levantó con la ilusión de borrar el concepto de demolición. Cuando el terremoto de 2020 azotó la región, en lugar de desplomarse, esta vivienda retrayó sus fibras, como un acorde en una sinfonía de destrucción controlada, dejando solo unas pocas marcas en su superficie. La casa no solo soportó la sacudida; se convirtió en un símbolo de cómo la fragilidad aparente puede ser el escudo más fuerte cuando inviertes en las arquitecturas de la biología. La historia en sí misma parece un relato de ciencia ficción, pero representa una realidad cada vez más plausible: los materiales vivos como guardianes de la permanencia en un mundo que se deshace.
Incluso la fantasía de eludir las crisis ecológicas se teje en los hilos microscópicos del micelio, que absorbe carbono durante su crecimiento y emite, en un proceso aún en fase experimental, un polímero que puede sustituir plásticos y materiales tóxicos. La misma sustancia que se desarrolla en las entrañas de un hongo es capaz de enmascarar la huella de nuestras construcciones, transformando nuestra relación con la naturaleza en una danza de mutua dependencia. La visión es que estas fibras biocatalíticas puedan convertirse en bloques estructurales que crezcan sobre los esqueletos del antiguo mundo, que se reparen cuando la naturaleza lo demande —como una piel que se estira y rejuvenece—, desdibujando los límites entre lo hecho por el hombre y lo que proviene de él mismo.
En un futuro no tan remoto, donde las ciudades puedan autocurarse, los botes de cemento morirán más rápido que un recuerdo olvidado, dejando paso a construcciones que se reconstruyen y que desaparecen en sutiles, casi ingrávidos susurros de micelio. El riesgo no está en lo extraño, sino en lo inevitable: que el edificario humano deje de ser una jaula para convertirse en un organismo compuesto de piel y hueso vegetal. La frontera de lo posible se reseca en la superficie de un hongo gigante, cuyo cuerpo siembra la semilla de un nuevo orden, donde los materiales de construcción dejan de contar historias de frialdad y comienzan a escribir relatos en la carne y la fibra, en una alabanza a la vida que no necesita celebrarse a través de la violencia del ladrillo, sino en la armonía silente de lo que crece desde dentro, siempre vivo, siempre en evolución.