Materiales de Construcción Basados en Micelio
El micelio, esa red intrincada de filamentos que dan vida a los hongos, se está convirtiendo en la lovesick de los constructores futuristas, como si cada fibra fuera la arteria de una mente en constante crecimiento. Olvida los morteros tradicionales, los ladrillos de arcilla y los plásticos predecibles; aquí, la materia arcana de los hongos muta en almacenes de carbono, templos biodegradables y estructuras que parecen haber sido tejidas por insectos cósmicos en un sueño húmedo de ciencia ficción. La pregunta ya no es si es viable, sino cómo demonios no habíamos pensado en esto antes: ¿puede una materia viviente, una red de hilos microscópicos, sostener no solo el peso de una pared, sino también la fragilidad de nuestra confianza en lo inanimado?
El caso más punzante, un poco como un hongo gigante emergiendo en medio de una ciudad asfixiada, ocurrió en una startup de Barcelona llamada Mycelia Build. Transformaron residuos agrícolas en bloques de construcción mediante un proceso que catapultaba el micelio — ese universo minúsculo y masivo al mismo tiempo— en auténticas estructuras, como si cada muro fuera una especie de tapiz subterráneo de vida y resiliencia. La criatura que crearon no solo contenía su propio peso, sino que absorbía nitratos y filtraba contaminantes, transformando cada pared en un organismo que respira y se alimenta. Cuando un terremoto de baja intensidad azotó la ciudad, los muros de micelio microscopico resistieron sin fisuras, como si la propia tierra quisiera que se quedaran de pie, ajenos a la fragilidad del concreto, sustancialmente menos vivo en su flexibilidad que un río que nunca deja de fluir.
Los micelios, esas construcciones hiperorganizadas que parecen mapas neuronales invertidos, desafían la percepción de lo que significa sostener y ser sostenido. Un ingeniero alemán, Klaus Becker, experimentó con estructuras habitables donde las paredes no solo eran muros, sino también organismos en crecimiento, capaces de repararse a sí mismas si alguna parte sufría un daño. ¿Imagina un edificio que, tras un pequeño terremoto, no necesita enlucidos ni refuerzos, sino que simplemente se cura a través de la versión biológica de un abrazo microscópico? Esa es la belleza de los materiales basados en micelio: un cuerpo que se autorrepara, no solo por diseño, sino por su propia naturaleza, como si fuera un organismo híbrido, mitad arquitectura, mitad organismo vivo. Es una dialéctica que convierte la estructura en una especie de árbol que siembra sus ramas a medida que crece, adaptable y dinámica.
Conviene adentrarse en lo que podría parecer un universo paralelo: casas que fluctúan en su tamaño, que experimentan cambios en la textura y la forma según las condiciones ambientales. En un experimento en México, unos arquitectos idearon un refugio para comunidades vulnerables usando micelio cultivado en moldes específicos, generando formas orgánicas que no solo camuflaban la estructura con el entorno, sino que también ajustaban la densidad del material en función de la humedad y la temperatura. Esto no es solo arquitectura, es la fusión de la epidermis vegetal, una simbiosis que funciona como un termostato viviente, modulando su propia existencia ante las inclemencias del clima. La resonancia de esta simbiosis desafía por completo las ideas que tenemos sobre materiales inertes, porque en realidad, estas construcciones serían como animales en estado adulto, que aprenden a responder a su ecosistema con cada ciclo.
Quizá el ejemplo más inquietante, que va más allá de los relatos de ciencia ficción, sería la utilización del micelio en la restauración de ciudades arrasadas por desastres naturales. En Japón, tras el terremoto de 2011, algunos ingenieros probaron la idea de "micelio de regeneración", donde se cultivaron bloques que podían ser colocados sobre escombros para estabilizarlos, posibilitando una metamorfosis silenciosa en la que los residuos de cemento y metal eran sacrificados en favor de un organismo gigante que, en su lenta pero tenaz expansión, convertía la destrucción en vida. La naturaleza, en su forma más silenciosa y silenciosa, muestra que puede ser una arquitecta tan sorprendente como la mano humana, si la dejamos en paz para que teja su red en silencio. La idea de que, quizás, la próxima gran ciudad pueda surgir no de un plano, sino de un cultivo de micelio, presenta un escenario donde la arquitectura se vuelve astuta, adaptable y, por encima de todo, viva.
Así, el micelio, ese tejido microscópico que usualmente pasa desapercibido en nuestro universo de metales y vapor, se revela como un posible antagonista (o aliado) en la trama de la construcción. Si la humanidad quiere seguir moldeando su hábitat en un mundo cada vez más frágil y cambiante, quizás debería aprender a escuchar esa red invisible que, desde las profundidades de la tierra y las esferas de la vida, susurra en un idioma biológico y en constante expansión: un idioma que hable en filamentos, en crecimiento, en metamorfosis.