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Materiales de Construcción Basados en Micelio

En un universo donde los ladrillos duermen en capas multicelulares de hongos y las vigas se tejen con hilos de micelio, los materiales de construcción basados en micelio emergen como un patentamiento de sueños y terrores por igual. La biología, esa alquimista silenciosa, ha decidido jugar a ser arquitecta de lo efímero y lo resistente, transformando la materia que por siglos temimos en un lienzo para la innovación ecológica. Es como si la tierra, cansada de pedir permiso, se convirtiera en un constructor clandestino, tejiendo refugios que al mismo tiempo son organismos y monumentos pensados para devorar la sombra de la contaminación y alimentarse de ideas revolucionarias.

La estructura de un edificio de micelio se asemeja a una red neuronal que no solo conecta, sino que también se alimenta del mismo espacio que habita. La comparación más extraña sería con una colonia de criaturas microscópicas que, en lugar de luchar por recursos, deciden unir sus fibras en una coreografía molecular para construir desde cápsulas biodegradable hasta paredes que respiran con el arquitecto. Un caso práctico palpable fue la creación de biomateriales en la Universidad de Harvard, donde un equipo consiguió elaborar paneles similares a la espuma de mar pero con la cualidad adicional de autorepararse, como si el propio micelio tuviera un sistema nervioso que detecta daño y se remedia a sí mismo en un frenesí de crecimiento y reparación.

Este fenómeno pareciera desafiar las leyes de la física y la estética, ya que en cierto sentido, los materiales miceliales actúan como una especie de espejo de nuestro instinto más primario: crear con lo que se degrada. El micelio, en su estado más simple, es un tejido de filamentos que emergen del suelo como raíces de un universo subterráneo y sin embargo, logra construir en el aire, en la superficie, estructuras con una resistencia que desafía la lógica. Algo así como intentar fabricar una catedral de vino o una fortaleza de humo, y que sorprendentemente, logra mantenerse en pie, cultivo tras cultivo, en un baile que combina la ciencia y el arte en un solo dedo de seta.

Un ejemplo extraño y concreto: en Tokio, donde la densidad y las preocupaciones ecológicas convergen en una sinfonía caótica, un proyecto experimental diseñó paneles de micelio que funcionaban no solo como aislantes térmicos sino también como filtros biológicos para purificar el aire, como si las paredes respiraran y expulsaran la contaminación como un organismo que tose sus propias toxinas en silencio. La experiencia adquirió relevancia tras el terremoto de 2011, cuando las estructuras basadas en micelio demostraron ser más flexibles y adaptables ante movimientos telúricos, en un escenario donde los edificios convencionales se volvieron prisioneros de su propia inercia.

El micelio tiene algo de viajero imperturbable, que no solo coloniza el espacio sino que también lo transforma en un organismo vivo. Por ejemplo, en una parcela de cultivo en Chile, un arquitecto plantó microbiomas inteligentemente diseñados para que, una vez utilizados, el material no sólo se descompusiera en compost, sino que sirviera de semilla para nuevos ecosistemas de construcción. La relación puede parecer casi psicodélica: edificaciones que viven, que se alimentan de carbono, y que en una especie de ciclo perpetuo, desaparecen en la tierra dejando solo una memoria microscópica, una especie de escritura en código genético que dice: "Aquí existimos, aquí somos hechos de vida".

Mientras muchos aún creen que la fortaleza se mide en kilos de hormigón o en vigas de acero, el micelio desafía esa idea con una sencillez inquietante. Es como si las construcciones hechas de hongos jugaran a perder la batalla en un mundo de maquinarias frías y, en ese acto de rendirse, ganaran un espacio en la biografía del planeta. Puede que en un futuro cercano, los arquitectos no diseñen solo con planos, sino que coordinen partituras algorítmicas que inviten al micelio a crecer, a curarse, a coexistir con nosotros en una especie de simbiosis imposible de romper y, quizás, esa sea la verdadera arquitectura del mañana: un ballet de vida, polvo y materia en una comunión que no deja huellas, solo biomarcadores de un mundo que aún busca entenderlo todo en la piel de los hongos que escuchan y construyen desde abajo.